23 agosto, 2006

Tren de madrugada

En agosto de 1989 viajé a Londres por motivos que aquí no vienen al caso. Era un vuelo nocturno. El avión llegó tarde al aeropuerto de Gatwick. Un shuttle me condujo hasta la terminal donde debía tomar el tren a Victoria Station. Era ya bien entrada de madrugada. El tránsito en aquel tren es una imagen recurrente en mi memoria, que aparece y desaparece continuamente. Recuerdo que subí y me senté. Con los nervios no había tenido tiempo de comprar el billete, o sencillamente no supe cómo hacerlo y no quería que se me escapara. Tomé asiento. Al cabo de un buen rato vino el revisor y tuve que abonar el billete con penalización por haber subido abordo sin él. Lo hice, en el convencimiento de que era mi pasaporte para llegar a Londres sin que nada malo me ocurriera. Tal vez tenía miedo. El resto del viaje lo pasé observando el exterior del tren por la ventanilla. Serían las cuatro de la madrugada. Ni un alma ahi fuera. Solo paisajes, viviendas a oscuras, farolas a media luz, vehículos estacionados a las puestas de las casas, bolsas de basura por fuera de los contenedores. Entonces me parecieron imágenes desoladoras, frías, lejanas, de otro lugar ajeno al mío. Tampoco es que tuviera un gran concepto paisajístico de los alrededores de Londres. Había algunas personas más en el mismo departamento que yo. Pronto desaparecieron ellos y sus equipajes. Así que me quedé solo, con la única compañía del ruido de las maquinas, bajo la luz blanca chillona de los neones, sentado en un sillón marrón forrado de cuero, sin perder de vista mi maleta, con mi bolsa entre las manos. Intrépidamente insconciente. Sin pensar en nada y al tanto de todo. Con la mirada clavada en esa sucesión de vistas que, a la velocidad del rayo, pasaban por delante de mí, dejándome huella por lo que veo. Unas vistas que arraigaban en mí una sensación de soledad, una tristeza seguramente pasajera. O igual ya la llevaba conmigo, no lo sé. ¿Habría sido todo distinto de día?, me pregunto. Es posible. El bullicio, la gente, la claridad llenándolo todo, la personas moviéndose en el exterior, el trafico de vehículos afuera. Quizás el viaje hubiese tenido un sentido distinto... En Victoria Station tomé un taxi hasta el hotel pero no recuerdo gran cosa de las calles de Londres por las que transcurrió el recorrido. O tal vez no estoy interesado en recordarlo.

1 comentarios :

Anónimo dijo...

Cuando era niña, en verano, solía ir a visitar una tía mía en tren. Sentada en mi sillón, me pasaba el viaje observando las rápidas vistas pasando delante de mis ojos, las veía como algo ajeno a mí, sintiéndome fuera de lugar, y con una gran melancolía y tristeza. Siempre creí que eran síntomas de inseguridad propios de una niña. Pero no es verdad…
Ahora por asuntos de trabajo, suelo viajar dos veces al año en tren, y sigo sintiéndome como antaño, en el tren siempre me acompaña la soledad…igual es que los trenes te roban un poquito el alma…dejándote vacío…
Un beso Yokas